viernes, 8 de febrero de 2008

Adiós Kapellen




Hace 8 meses, cuando visitamos los pueblos belgas cercanos a la frontera con Holanda, no vimos el encanto escondido quenos aguardaba en Kapellen. Ahora después del paso del tiempo siento que la nostalgia nos está invadiendo.

¿Qué me llevo de Kapellen? Mucha vida, muchas sensaciones, mucha acción que no pensé observar y vivir, pero que se han grabado en mi retina, entre ellas el camino al colegio de mi hija, esa ruta empedrada de ladrillitos rojos, como si fuera un camino hecho de bloques de Lego, pero que cada día (con lluvia, algo de nieve y menos cero) significaba un reto para mí; la espera en el cruce del tren con el viento empujándote y uno agarrándose el gorro o la chalina para que no se vayan volando; mis clases de holandés, donde conocí a muchas personas interesantes a mis profesoras Nathalie y Sabine, quienes no sólo nos enseñaban el idioma, sino cómo ven la vida los belgas, lo que piensan, lo que aspiran. A mis compañeros, de tantos países que han venido a este pedacito de Bélgica y que siguen adelante, sacando fuerzas y alentando a sus familias a aceptar los cambios de una cultura; a Nancy, una peruana como yo, luchadora que está triunfando aquí con su familia, quien me hizo conocer los sabores exquisitos de la alta cocina belga. A los policías belgas, con quienes conversé sobre el sentimiento de integración de un migrante, a los vecinos anónimos, quienes a lo largo de la calle Frans de Peuterstraat levantaban su mirada al ver pasar una bici jalando un cochecito amarillo chillón (fosforecente para que los automovilistas vean que viene algo atrás de la bici) y saludaban con un movimiento de cabeza a esta migrante, mientras sus perros hacían de las suyas.

Extrañaré también a mis viejos árboles que me regalaban sus paisajes en conjunto, que se bamboleaban a mi paso lento, pero seguro y que alguna vez me guarecieron de la lluvia y me dieron tiempo a ponerme el impermeable.

Extrañaré los viernes, día que los kapelianos dedican a cortar los arbustos del jardín, con unas máquinas tan potentes y modernas, que cualquier jardinero en Lima estaría envidioso. Ya no volveré a escuchar los motores de las sierras cortando los pequeños árboles, dándole formas de conos, cuadrados. Y ya no observaré cómo en el otoño, las hojas secas son juntadas con un rastrillo o con un aparato de aire que los barre, sin el menor esfuerzo, y terminan en un corralito de alambre.

Extrañaré mis paseos a la feria de los jueves, a sus apenas 26 mil habitantes, y a su nombre que significa Capilla. Aunque no visité todos sus castillos y casonas antiguas, recordaré sus días soleados, con un sol benévolo, que alumbraba la ventana de mi cocina y hacía reflejos de colores en el interior. Kapellen, gracias por tu acogida.



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